Cuando era chiquita me encantaba jugar con tacos de madera. Siempre armaba castillos.
A veces metía muñequitos adentro, y se veía como si estuvieran asomados por la ventana.
Pero lo más divertido era construir castillos altísimos, más altos que yo (ay sí, como si eso fuera tan difícil), y verlos como por un minuto en su esplendor.
Luego, venía la mejor parte: agarrar un taco de la base, uno que fuera clave, y sacarlo de golpe.
¡PAAAAAAAAAA, TRACATATACACACACATACATACA, TAAAAA!
Se desparramaban ese poco de tacos en el piso de parqué de mi cuarto, y sonaban durísimo.
Eso a mí me emocionaba muchísimo, no sé por qué, ver cómo se derrumbaba y escuchar el sonido.
Es más, creo que si hoy construyo un castillo de tacos, disfrutaría de igual manera derrumbarlo así una vez más.
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